No deja de sorprenderme el atronador silencio que acompaña siempre a una nevada. Me siento un privilegiado cuando paseo temprano por los jardines desiertos de mi ciudad, justo cuando acaban de caer los últimos copos. Me preguntó por qué la ciudad tarda en despertarse estos días. Los transeúntes caminan en silencio por las calles, y el levísimo crujido de mis pies sobre la nieve, blanquísima y esponjosa, solivianta ese ambiente de paz, casi místico. En ese momento, vienen a mí los ecos de San Juan de la Cruz, que oró y descansó por estas tierras, y comprendo con toda claridad su necesidad de silencio. La nieve absorbe el ruido y te invita a la calma, a la reflexión y a la paz interior. Hoy, él sería feliz, como lo soy yo.