«No hay argamasa que sujete los sillares de piedra del Acueducto, todo se debe a un equilibrio de fuerzas», le dije. Mi interlocutor llevaba poco tiempo en Segovia, tan pocos días en la ciudad que se había atrevido a confesarme que aún sentía recelo al pasar bajo los arcos del gigante de piedra. «Sigo mirando hacia arriba cuando lo atravieso, y lo hago con precaución, porque pienso que si las piedras no están unidas, esta mole se puede desmoronar sobre mi cabeza en cualquier instante», insistió el forastero, admirado por la formidable robustez del monumento más señero de Segovia, con sus ciento sesenta y seis arcos de piedra granítica. Los dos nos pusimos bajo los arcos centrales, donde el Acueducto alcanza una altura de más de veintiocho metros, y mirándome muy serio me dijo: «Ya no me inquieta, algo tan bello solo puede ser eterno».

13 noviembre, 2013