Después de unos días grises, Segovia por fin se presentó con una mañana soleada. La primavera entraba con fuerza y decidí dar una vuelta por el centro de la ciudad. Ese día se concentraban en la Plaza Mayor los llamados “minuteros”, esos fotógrafos artesanos que a finales del siglo XIX y principios del XX se paseaban por pueblos y ciudades para que los paisanos pudieran conseguir, como por arte de magia y a un buen precio, un retrato en pocos minutos. Los fotógrafos profesionales, que se habían dado cita en torno a aquellas máquinas de retratar tan antiguas, conversaban con mucha nostalgia; hablaban de aquellos años, no tan lejanos, en los que reinaba la fotografía analógica. En su rostro, se escapaba la emoción de cuando revelaban aquellos carretes de 35 mm en su propia casa y con medios precarios. Aquello me dejó un cierto poso de melancolía; volví a casa y lo primero que hice fue buscar una caja de metal –que en su momento fue espacio reservado para dulces y galletas– donde recordaba que tenía una buena colección de fotos en blanco y negro, ahora amarillentas. Y entre todas ellas, una fotografía de mi madre en su colegio, allá por los años cincuenta, en un pueblo castellano. Una sonrisa inocente contrastaba con el mapa de una España gris, triste y deprimida. Da vértigo pensar en cómo hemos evolucionado. “Hoy las ciencias adelantan que es una barbaridad”, decía don Hilarión. Y lo que nos queda, añado.